sábado, 16 de abril de 2011

José Bergamín y sus "maestros". Juan Ramón Jiménez y el acercamiento a la literatura.

        En 1921 Juan Ramón Jiménez reúne a todas las jóvenes promesas de las letras en su revista Índice (1921-1922), que se tildaba a sí misma de Revista de definición y concordia. El poeta compartía la redacción con Julio Cejador, Rafael Díez-Canedo y José Bergamín. La crítica coincide en señalar que es en esta revista donde se inicia la carrera literaria y la toma de conciencia estética de la generación del 27. El desencanto que en los círculos de escritores de Madrid empezaban a provocar las vanguardias que significaron la irrupción de nuevas posturas ante la creación y el concepto de “creador”, están en la base del nacimiento de esta empresa editorial. Leo Geist ha observado que el escepticismo que despertaron las escuelas poéticas originó un “ligero repliegue hacia la tradición” y que curiosamente este cambio de rumbo no partió de autores viejos reaccionarios y tradicionales, sino de los escritores más jóvenes que apostaban por la modernidad.
      En Índice publica José Bergamín por primera vez. Se trata de tres pequeños trabajos: “Santoral para escépticos”, “Márgenes” y “Mirar y pasar”. En el segundo de ellos, los textos acogidos bajo el título “La superación de la tragedia” están dedicados a Juan Ramón Jiménez. Bergamín intenta ahí desentrañar las interpretaciones que la crítica de entonces hacía de las tragedias, sobre todo la que llevaban a cabo los autores franceses como Paul Claudel con sus traducciones de Esquilo. Los debates en torno al concepto de “clasicismo” que  animaban las discusiones de los intelectuales de Francia no eran ajenos a Bergamín, que ya en este ensayo se plantea qué ofrecían las obras de los griegos al hombre moderno: “La tragedia griega nos propone claramente dos cosas: por una parte, su sentido clásico; por otra, su sentido humano. Lo humano —nunca demasiado— es la realidad pesimista que la condiciona, su veracidad; lo clásico, el equilibrio que la hace insuperable, su perfección”. Juan Ramón y sus versos no tardarán en representar para Bergamín en las letras españolas, junto con Góngora en el siglo XVII y Bécquer en el XIX, ese clasicismo con anhelos de permanencia que la revista recién fundada Le Mouton Blanc buscaba para acabar con la “anarquía literaria inconsciente”:

    El clasicismo español, en literatura, está, efectivamente, muy lejos de eso; tan lejos, que cuando verdaderamente lo encontremos, habría que llamarle mejor: un mirlo blanco. Lo fue Góngora en el XVII —y después también: Bécquer; —por último lo ha sido —de un modo ejemplar y perfecto, como un Mallarmé— Juan Ramón Jiménez, cuya Segunda antología poética, acaba de aparecer [...]
     El poeta está ante su obra realizada, y si ella lo está                       verdaderamente, su perfeccionamiento es independiente de su fecha de origen,...
    Cabe aquí una primera lección de verdadero clasicismo, de clasicismo vivo, —es decir, presente—, permanente.

       A la vista de estas primeras reflexiones que Bergamín sostiene acerca de la atemporalidad de la obra bien hecha, podemos decir que es acaso el poeta íntegro Juan Ramón Jiménez su iniciador en ese viaje que pronto emprenderá hacia la tradición de la literatura española. Su figura cobró gran importancia en la vida de Bergamín y no dudamos que el poeta sintiera por el joven escritor una simpatía extremada. Rafael Alberti escribió en su libro La arboleda perdida que la devoción de Bergamín “por Juan Ramón Jiménez era tan sólo comparable a la que entonces el extraordinario y maligno poeta moguereño también a él le profesaba”; recuerda, además, como todos lo consideraban “una especie de secretario permanente” de Juan Ramón.
       En 1923 José Bergamín es uno de los pocos privilegiados que publica en la Biblioteca de Índice. Se trataba de su primer libro de aforismos, El cohete y la estrella. El mismo Juan Ramón saludaba con un retrato lírico sobre el autor, estampado en la primera página, su llegada al mundo de las letras:

   Y decía: “¡Qué largo y qué delgado, qué estirado se está poniendo José Bergamín!”. Era el tercer estirón, el definitivo, para llegar con la mano a esa capa finísima, casi incolora ya del aire, donde están las ideas inéditas, la lucha del cohete y la estrella.


Juan Ramón Jiménez

       En este fragmento del retrato se vuelve a notar la perspicacia de los mayores que rodeaban a Bergamín a la hora de estimar su obra y su personalidad cuando apenas había dado unos pasos en el ambiente literario de su época. Si Gómez de la Serna ya presentía sus inclinaciones hacia los temas relacionados con la religión católica y su culto, Juan Ramón  no dejó de advertir su capacidad para rescatar las ideas del limbo platónico donde se engendran.
       El poeta de Moguer, convertido por Bergamín en un “ruiseñor”, símbolo del canto en libertad, se enfrentaría en Los filólogos al análisis académico de la literatura y a los pontífices del Centro de Estudios Históricos. A  mediados de 1926 Bergamín colabora con Juan Ramón en el proyecto editorial de Ley como administrador y contribuye económicamente con cien pesetas, exactamente el doble de lo que aportaba el director de la revista. Por estos años Bergamín vivía una situación económica bastante solvente que contrastará con la menos halagüeña que atravesará en el exilio. Ya en 1927, como suplemento de la revista Litoral, se publica Caracteres. Ahí se reunían semblanzas de algunos de los personajes más interesantes de aquel tiempo y, como su autor admitía, tal vez “partieron de las “caricaturas líricas” de Juan Ramón Jiménez, sus contemporáneas. Por su apariencia, lírica y caricaturesca a veces, pudiera parecerlo. Por su intención y expresión, como por su índole y naturaleza, están muy lejos de ellas. Por esto se llamaron Caracteres”.   No falta en este librito  el homenaje al poeta; bajo el apelativo de “El admirable”, Bergamín describe en su universo de belleza poética a Juan Ramón. También en 1927 elabora el concepto de “idealismo andaluz”, cuyos máximos representantes son Picasso, Manuel de Falla y el mismo Juan Ramón. Estos hombres encarnaban un arte que fundía instinto e inteligencia para hacerse universal sin perder ni traicionar sus raíces. Sus obras obedecían, además, a la búsqueda de un arte permanente, clásico, como el que el propio Bergamín defiende desde sus primeros ensayos en Índice. En el año del Centenario de Góngora la relación entre el poeta y su fiel discípulo se quiebra irremediablemente. Pero sobre este capítulo tan adverso como significativo de la literatura española volveremos más adelante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Última publicación

EL TEXTO PUBLICITARIO (I)

En la sociedad actual de libre comercio, el consumo adquiere un papel relevante. Como fruto de la necesidad de vender productos, nace la pu...