domingo, 22 de mayo de 2011

José Bergamín y sus "maestros". Manuel de Falla y el compromiso de la fe.


José Bergamín conoce a Manuel de Falla personalmente a mediados de los años 20. Es a partir de principios de esa década cuando éste se instala en Granada para trabajar en sus obras musicales con toda la dedicación que su cada vez más agobiante enfermedad le permitía. Como hemos señalado a propósito del “idealismo andaluz”, el arte del músico, junto con el de Juan Ramón y Picasso, era modelo de creación con aspiraciones trascendentes de perfección y pureza. En esos años, el compositor universal se había consagrado como uno de los músicos más reputados del momento y, al igual que Juan Ramón, ejercía una gran influencia sobre los miembros de la joven generación de artistas y escritores. También era reconocido como padre de una nueva generación de músicos españoles que practicaban una escritura, inserta ya en las modernas corrientes musicales, que no descuidaba, sin embargo, su sabor español. Bergamín inicia su acercamiento a Falla impulsado por el interés y por la preocupación  que entonces despertaba en él la música. Además, su manifiesta religiosidad y sus implicaciones morales debieron atraerlo fuertemente, pues él mismo buscaba una forma expresiva para sus reflexiones en torno a los temas del dogma cristiano. La constancia de esas cuestiones queda patente en los libros que publica entre 1923 y 1935; todos ellos insistían en los aspectos más escurridizos de la religión: Dios, la muerte, la fe... y todos los envió a Falla. Uno de ellos, Mangas y Capirotes (1933), iba dedicado “A Manuel de Falla, maestro en la música y en la fe”. Nigel Dennis hace notar que si bien Falla sintió gran interés por esos libros de Bergamín, también experimentó cierta incomodidad ante la “forma y el tono” de los escritos del joven, pues lo que para uno era una vivencia íntima y expurgatoria, para el otro constituía, como veremos, un verdadero caballo de batalla para el hombre que busca un “más allá” sin trampa ni cartón. Así es que Bergamín y Falla compartían una misma inquietud ante la secularización de la Iglesia, por un lado, y frente a la corrupción de sus ministros, por otro. Pero, mientras  el primero se asomaba en sus consideraciones al peligroso terreno del pecado y abogaba por una fe activa y, en verdad, comprometida como la del propio Cristo, sin prescindir de la crítica punzante, Falla se volcaba en una moral cristiana llena de escrúpulos y prejuicios apta sólo para la salvación personal. Estas divergencias a la hora de explicar las posturas religiosas tuvieron un peso importante cuando Bergamín decidió solicitar al músico su colaboración en dos de sus proyectos: Don Lindo de Almería y la fundación de Cruz y Raya.
       En 1926 José Bergamín ideó, según sus propias palabras, la “cromoterapia de sainete andaluz” Don Lindo de Almería. Con esta pequeña obra de teatro burlesca y musical, pretendía combatir el colorismo folklórico que exhibían todas las creaciones de lo andaluz. Se sumaba así a la labor de sus maestros Picasso, Juan Ramón y Falla en la dignificación y universalización del arte de aquellas tierras. El texto original de esta obra permaneció durante mucho tiempo olvidado hasta que en 1985 Nigel Dennis descubrió “inesperadamente y como de milagro el manuscrito de Bergamín” en el archivo de Manuel de Falla. Antes de la guerra sólo encontramos dos referencias explícitas a esta obra entre los escritos de Bergamín: figuraba en una lista de “Obras de José Bergamín” incluida en su tercer libro, Caracteres, editado, como ya sabemos, en febrero de 1927 como suplemento de la revista Litoral; además, Bergamín la menciona en una carta, donde resume sus actividades literarias de aquellos días, publicada unos meses después de la aparición del  citado libro de retratos en Verso y Prosa.  Al lado de estas dos alusiones tenemos las que se recogen en la carta enviada por Bergamín a Falla y  que acompañaba el manuscrito que Dennis rescató y, las que hacen García Lorca y el mismo Bergamín en las cartas que se remitieron con motivo de la creación del suplemento Gallo. Es de suponer que Lorca pudo tener acceso al texto que Falla tenía en su poder y, por eso, no oculta la buena impresión que le ha causado cuando escribe a Bergamín para pedirle su colaboración en la revista citada. En su respuesta, éste adjunta sus aforismos “El grito en el cielo” y  agradece las indicaciones que Lorca le hacía sobre algunos aspectos de Don Lindo. También le pregunta impaciente si Falla ya conoce su obrita. El músico no contestaría a la petición del joven autor de que le diera una opinión franca sobre ella.
       José Bergamín vio frustrado en este primer intento su proyecto de llevar a las tablas con música de Falla y decorados de Picasso el texto de Don Lindo. Pero nos atrevemos a decir que más que esa imposibilidad de realización en sí misma, lo que le reportó mayor disgusto fue verse apeado momentáneamente de ese feliz concepto de “idealismo andaluz” que enmarcaba los nuevos objetivos estéticos de la década heredados de Góngora, de Mallarmé y de Juan Ramón Jiménez. Aunque la sensibilidad religiosa del músico pudo influir negativamente en su apreciación de Don Lindo, lo cierto es que no era este el único proyecto de colaboración que abandonaba. Las penurias de su salud le dejaban cada vez menos tiempo para la creación, por lo que Falla decidiría concentrarse en sus propios trabajos y no arriesgarse a ofrecer una colaboración que a lo mejor tendría luego que retirar. Si, además, en aquellas colaboraciones podía peligrar su fe y su estricta moral cristiana, elegir entre su obra y las propuestas de otros era más fácil. Antes de la de Bergamín, el músico estaba entusiasmado con la idea de Lorca de crear un teatro de títeres para el que el poeta tenía ya su libreto Lola la comedianta; pero entonces se ocupaba de El retablo de Maese Pedro, y luego de Psyché y de su Concerto. Cuando surge Don Lindo, sus ambiciones se centraban ya en Atlántida, proyecto que absorberá el resto de sus ya pocas energías.
       El epistolario de José Bergamín y Manuel de Falla aporta datos de gran interés en torno a la colaboración de ambos en la fundación de Cruz y Raya; concretamente, las cartas comprendidas entre 1933 y 1935. La correspondencia de estos años —como ha señalado Luis Campodónico en un artículo que fue en su momento un tanto polémico— está marcada por la adhesión y por el posterior rechazo de Falla hacia la revista. Bergamín no dudó en informarlo de todos sus planes, de los que ya habrían conversado en Madrid, en una carta del 31 de marzo de 1933 que le remitió con la que sería la presentación de Cruz y Raya. La revista significaba para Falla una esperanza de regeneración de una Iglesia aquejada por males mundanos y, por eso, contestará con gran celeridad y muy entusiasmado, el 4 de abril, con un breve telegrama: “Cuartillas excelentes. Preparo colaboración segundo número. Saludos cordialísimos: F.”. No obstante, las vacilaciones de Falla surgen desde el primer número de la revista y pide a Bergamín que lo excluya de la lista de “editores”. Pero el joven director intentará retrasar las peticiones de Falla todo lo posible. Al fin, en el número 10 de enero de 1934, los que figuraban antes como “editores” aparecerán bajo la leyenda de “La fundaron”. Sin embargo, no habrían de quedar aquí los disgustos que la revista causaba al maestro. Poco a poco la publicación había tomado un rumbo que lo molestaba por completo: su creciente “politización” y algunas de sus empresas editoriales la apartaban del camino de perfección espiritual y ética que Falla deseaba para ella. La lista de fundadores desaparece definitivamente de la revista en el número 22, correspondiente a enero de 1935, y que se tiró con dos meses de retraso en marzo. También se cierra en este año la correspondencia de Bergamín y Falla; las desavenencias que afloraron en cuanto a la forma en que se debía purificar el maltrecho catolicismo español interrumpieron su diálogo. Después de julio de 1936, era imposible reanudarlo. Con el paso de los años, José Bergamín evocará el canto divino de su maestro Manuel de Falla.

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